lunes, 24 de noviembre de 2008

Las células son como burbujas de jabón

Es obvio que los sistemas vivos necesitan células. Si los jugos de los organismos no estuvieran contenidos, se desparramarían, se mezclarían con el medio y perderían el orden. Esta separación, que quizá no fuera necesaria para los genes desnudos primordiales, se hizo obligatoria a medida que la vida ganó en complejidad.
La clave para entender el origen de las células está en el adagio de los profesores de química: «lo semejante disuelve a lo semejante». El aguarrás y la pintura se mezclan fácilmente porque son químicamente semejantes. Pero el agua y el aceite no se mezclan porque su estructura química es muy diferente.
Las moléculas de agua (H20) tienen forma de V con los dos átomos de hidrógeno en las puntas de la V y el átomo de oxigeno en la base. Gracias a esta disposición, las moléculas de agua funcionan como diminutos imanes: en un polo están los hidrógenos con carga positiva, y en el otro polo, el oxigeno, con carga negativa. Las moléculas de aceite, en cambio, no están cargadas, cual trocitos de plástico o de madera. Así, las moléculas de aceite forman bolas en el agua porque tienen más afinidad entre ellas («lo semejante disuelve a lo semejante») que con el agua que las rodea.
Los jabones son compuestos especiales que construyen un puente entre el agua y el aceite. Los átomos cargados de uno de los extremos de una molécula de jabón el extremo hidrófilo (con afinidad por el agua) se disuelven en agua. El resto de la molécula es hidrófobo (con aversión al agua). una larga cadena de átomos de hidrógeno y carbono químicamente semejante al aceite y la grasa, en los que se disuelve fácilmente. El jabón funciona porque mientras uno de los extremos se mezcla con el agua, el otro extremo disuelve la grasa.
Las células tuvieron su origen en procesos químicos parecidos. El caldo primordial era un ligero consomé en el cual los compuestos orgánicos hidrófobos se juntaban en grumos de forma natural según el parecido de su estructura química. Entre estos compuestos se contaban cadenas de hidrógeno y carbono, hidrocarburos como las colas de las moléculas de jabón. Algunas de estas moléculas tenían un extremo cargado eléctricamente y, cual jabones, tendían a agregarse formando pequeñas burbujas en las que los extremos cargados de las moléculas apuntaban hacia el agua y las colas hidrófobas se congregaban en el interior, mezclándose con otros compuestos orgánicos hidrófobos.
Podemos vislumbrar el origen de las células por este proceso, aunque sólo vagamente. Aunque fina y frágil, la piel de las burbujas protegía los compuestos orgánicos concentrados en su interior, donde podían reaccionar y formar nuevas configuraciones. Con el tiempo, una segunda capa de moléculas semejantes al jabón se combinó espalda contra espalda con la primera para formar una película de dos capas, una estructura semejante a la de las membranas de las células actuales. La capa externa separa la célula del medio externo, y la capa cargada interna encierra una mezcla acuosa de compuestos orgánicos. Más tarde, esta doble capa flexible se robusteció con la adición de proteínas a la membrana. Estas ayudaban a mantener un intercambio controlado de nutrientes y desechos con el exterior. Todavía había de reforzarse con una robusta banda de carbohidratos y proteínas que la transformó en una resistente cápsula, como la que conforma las paredes celulares de las bacterias actuales. La estructura física, la configuración genética y los primeros mecanismos de producción de energía de las células evolucionaron al unísono desde el origen de la vida, y no uno tras el otro.
Pero una buena parte de la maquinaria metabólica no evolucionó hasta mucho más tarde, millones de años después de que aparecieran las primeras células.

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